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Ya empiezan otra vez las fiestas de mi pueblo.
Tengo tan presentes aún las del año pasado que parece que fue ayer… supongo que me hago mayor, o que el año transcurre cada vez más rápido y la monotonía y la vida sedentaria contribuyen a privarme de recuerdos que intercalar entre uno y otro verano, así que tengo esta pequeña sensación de vacío.

Este es un artículo personal y sin más interés, que conste.
Y es que es en estos acontecimientos, cuando vuelvo a ver a gente que no esperaba, se recuperan viejas amistades y también viejas rencillas, ocurren «casos» (no es a mí a la única que trastorna el verano), y veo tantas barbaridades que pierdo la capacidad de sorprenderme y me da por pararme a pensar, ya que mi querido Harpo no me deja pegar ojo.

Casi sin querer, vienen recuerdos que se convierten en reflexiones.

Tampoco puedo quejarme, subiendo la cuesta que me encontré hace exactamente un año parece que al final se ha impuesto la vida y el Carpe Diem a mi pesimismo crónico, a costa de tirar por tierra algunos de mis principios más arraigados, mis valores más preciados, los que vengo alimentando desde que tengo uso de razón con la excusa de preservar mi inocencia y sentirme bien conmigo misma.

Pero va a ser que no.
Menuda careta.
Resulta que todo es mucho más sencillo y que un cambio de mentalidad, relajarse, adoptar una actitud más abierta ante la vida no implica perder lo que creía estar atesorando hasta ahora. Es más, con esta nueva actitud todo tiene menos peso para bien y para mal, lo que a mi me interesa es que ahora cualquier decepción será menos traumática, cualquier satisfacción menos cegadora. Etapa reflexiva y quizá hasta filosófica.

¿Será que ha sido necesario este cambio en mi forma de ver la vida para darme cuenta de que de cualquier experiencia, buena o mala, se puede sacar algo en claro?

Pero tampoco voy a mortificarme por eso, a mi edad todavía estoy en proceso de construcción y puedo permitirme estos lujos. Si tengo que cambiar de nuevo, bienvenido sea.